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LA TERCERA PARTIDA

Edtom Narcob

Pese a que era Navidad y Curro llevaba viviendo en la Unidad de Oncología Infantil desde verano, no sabía jugar muy bien a las cartas. Todos los niños allí pasan el día con juegos de naipes, y aunque a él no parecían dársele bien, ponía empeño en aprender. Aunque sólo tenía seis años, era un chico despierto A menudo se mostraba activo. Salvo en ciertos días, como aquel. Creo que no se daba cuenta, pero de vez en cuando, parecía entender su enfermedad mucho mejor de lo que los médicos le explicaban. Nunca le pregunté por su cáncer, y no sé a qué parte concreta del cuerpo le afectaba: a los voluntarios se nos prohíbe esa clase de conversaciones con los niños.

Lo que sí sé es que aquel veinticuatro de diciembre tenía ganas de jugar a las cartas, y no parecía nada ilusionado por los adornos que inundaban los pasillos de la planta. Me pregunté con tristeza si la Navidad es suficiente para hacer olvidar a un niño que está enfermo.

Estábamos en su habitación, porque ese día tenía fatiga y no quería salir a caminar. Yo jugaba con él, mientras su madre esperaba en la puerta. A los padres suele gustarles que lleguen voluntarios: les permite escuchar sus propios pensamientos. A menudo me asalta la idea de que la ayuda que prestamos no es sólo para los críos, sino también para sus padres. “Aportar aire fresco”, es lo que me dijeron en la Asociación que debíamos hacer; ahora me doy cuenta de que no especificaron quién respiraría ese aire.

–Mi padre viene hoy –dijo Curro, de repente. Yo barajaba las cartas mientras escuchaba–. Hace tres días que no viene.

¿Por qué? –pregunté– ¿Trabaja mucho?

Es por mamá –contestó sin mirarme–. Siempre se enfadan. Por eso cuando viene uno no está el otro. Pero como es Navidad, van a venir los dos.

En aquel punto, me recordé que nuestras instrucciones eran de no mantener un contacto muy cercano con los chicos: ellos no debían encariñarse con nosotros, ni nosotros con ellos. Pero no suelo atender a ese tipo de directrices. No podría aunque quisiera. Y Curro merecía una sonrisa aquella Navidad.

¿Los ves discutir?

Suelen salir de la habitación. Pero los escucho a través la puerta.

Ya no me miraba a mí, sino a sus propias sábanas.

Yo empecé a repartirnos cartas.

–¿Te dicen algo después?

–Nada –Curro se encogió de hombros–: sólo que no hay de qué preocuparse, que únicamente están cansados

Miré mis cartas, tratando de restarle importancia a la conversación. Curro sin embargo, las miraba como sin en ella estuviera la respuesta a sus problemas.

–¿No les crees?

Volvió a encogerse de hombros. En aquel momento pensé que era demasiado contenido para un niño; ahora creo que él no sentía que yo fuera a entenderlo.

Empezamos a jugar, y yo volví a ganar. La suerte me sonreía, pero Curro no tenía ni idea de lo que hacía. Tras perder aquella vez, pareció más triste que antes.

A los pocos minutos, empezaron a filtrarse susurros por la puerta de la habitación. El pitido intermitente del gotero ahogaba los primeros comentarios, pero conforme la conversación fue aumentando de tono, pude distinguir a los padres de Curro enzarzados en una nueva discusión. Miré al chico, y vi en sus ojos que él también sabía lo que ocurría; pero lo que más me afectó fue ver esa expresión en su cara que decía: “ya están otra vez”.

Volví a barajar y repartí las cartas. Curro las miró con desgana. Parecía haber perdido toda esperanza de ganar.

Mientras el niño examinaba lo que tenía en la mano, yo eché un vistazo al gotero conectado a su antebrazo, a su cabeza sin pelo, a sus cejas despobladas, a la habitación con fotos de tiempos mejores, y tuve la sensación, más fuerte que nunca, de que nada de aquello era justo.

La partida transcurrió como las anteriores. Mi ventaja era clara. Yo intentaba tapar el sonido de la discusión de sus padres con comentarios estúpidos, que incluso Curro detectaba como tales. Me sentía impotente y ridículo.

Entonces, llegó la última carta. Curro sacó un caballo; en mi mano, yo tenía un rey, y él parecía saberlo y apenarse por eso. Sin pensarlo, solté las cartas bocabajo sobre la cama.

–No tengo nada –mentí

Y durante unos segundos, sólo unos breves instantes, el chico sonrió. Yo sentí haber triunfado, porque aquel día, Curro necesitaba una victoria.

Poco después entraron sus padres. Intentaron mostrarse en armonía, pero yo veía que no lo estaban, y Curro también. Ante su llegada, seguí las instrucciones recibidas en la Asociación y me levanté para marcharme.

Confieso que no esperaba lo que pasó. Curro se incorporó, se me acercó, y me rodeó el torso con sus brazos escuálidos. Más afligido que sorprendido, abracé al chico. Durante los segundos en los que duró aquello, vi las caras apenadas de sus padres, apenadas por no recibir la sinceridad que el chico me acababa de dar a mí. La sinceridad que era su regalo de Navidad. Puede que aquello fuera lo mejor que Papá Noel podía traerle.

Salí de la habitación con los pulmones apretados como una botella de plástico. A mi alrededor, adornos y villancicos. Fuera empezaba a nevar.

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