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HISTORIA DE UN PERRO

Cyrano

El viento soplaba con fuerza entre las callejuelas solitarias, arrastrando consigo hojas secas y jirones de nieve. Un villancico cantado por niños apenas se oía tras el huracán. Las puertas estaban iluminadas por luces de colores y aromadas por el acebo. En las ventanas escarchadas podía adivinarse la figura de familias colocando platos de comida sobre las largas mesas, engalanadas como sólo lo están una vez al año: Pavos, langostas y mazapanes las inundaban. Aunque era imposible, casi se podía oler a través de la ventisca. Todo el mundo, tanto algunos solitarios y desvencijados ancianos que saboreaban con más pasión de lo habitual un pudding, iluminados por la luz de una vela, hasta las más nutridas familias, reunidas de nuevo tras el largo año, se mostraban algo más alegres por aquellas fechas.

Las calles, por tanto, eran largas serpientes nevadas y desamparadas. El viento, que parecía haber amainado su fuerza, empezó a embestir de nuevo contra un árbol de Navidad plantado en la plaza, que en la oscura noche brillaba como un caleidoscopio. Fue entonces cuando unas pisadas de algodón empezaron a resbalarse por la nieve: un pequeño perro macilento, de color grisáceo y atacado de arestín doblaba penosamente una esquina. Sus ojos, caídos y azabachados, no se despegaban del suelo. Tal vez, ni siquiera él tuviera fuerzas para levantarlos. Aquel perro buscaba la muerte en algún lugar cercano, y por su entristecido rostro parecía esperarla con ansia. Su vientre no reflejaba otra cosa que arañazos y dentelladas: Había sido más veces presa que cazador. Se levantó pobremente sobre las dos patas traseras y olisqueó un cubo de basura, vacío. Unas sombras empezaron a emborronar su mirada, y se tumbó a la puerta de una casa a gimotear. Allí estuvo por varios minutos antes de que la puerta se abriera. Un hombre robusto y pelirrojo, con trazas de irlandés engominado, miró al horizonte, sin reparar en el cánido. Poco a poco, fue bajando la mirada hasta encontrarse con los ojos del perro. Su cara, que parecía divertida hasta ese punto (un escándalo de risas y cánticos resonaba en el salón), mudó a una mueca inexpresiva:

- Vamos , chico, fuera , vamos - En su voz no había odio hacia aquel desdichado ser, pero tampoco cariño. Únicamente quería celebrar la Nochebuena tranquilo, sin tener que preocuparse por la vida de los demás. Después de las Navidades, volvería a su oficina y a los gritos del jefe, el café repugnante de la máquina y al estridente sonido del despertador : “ un poco de independencia no es pedir demasiado” pensaba.

Después de un rato observándolo, unas voces lo despertaron del ensimismamiento: - ¡Cariño! Ayúdame con el pavo.

Sin más, cerró la puerta. Y el perro tuvo que retirase quejumbrosamente.

Siguió arrastrándose por la avenida hasta que oyó una acalorada charla: un niño de entre nueve y doce años agarraba a su madre de la mano. Ambos iban trotando a toda velocidad, y cada poco su madre repetía:

- A este paso no llegamos, ya deben de estar todos, y a este paso no llegamos. Cuando el perro y la familia se pusieron a la misma altura, el niño empezó a observar divertido al can, e hizo ademán de tocarlo. La madre, haciendo equilibro con unas bolsas que amenazaban con romperse, tiró del niño hacia su lado:

- ¡No! Seguro que tiene enfermedades o pulgas o algo, además ¡es que no llegamos! - La madre tampoco miró al perro con asco, es más, apenas lo había mirado. Poco habría cambiado si en vez de ser aquel pálido chucho el que hubiera intentado lamer la mano de su hijo fuera un lustroso perro de collar y correa. El niño estaba en la edad de tocar y manosear todo lo que se pusiera a su alcance, y la madre no se lo iba a permitir así como así.

De nuevo, este grupo se marchó hasta perderse en la noche, y el perro siguió su camino, no por mucho tiempo. Una decena de pasos más, y se desplomó sobre la nieve. Estaba cansado, y sus párpados empezaban a cerrarse como si fueran de plomo.

Cuando el perro se despertó, estaba cubierto por una manta y junto a él había un plato de leche a medio llenar. Buscó a su salvador y se encontró con una cara grasienta y huesuda de hombre. Este, sabedor de que el perro se había levantado y lo observaba, le dedicó la sonrisa más espléndida que sus pocos dientes y labios escareados podían dar. Le pasó varias veces la mano por la cabeza, de forma dulce. Aquel mendigo se había quitado un jersey roído por los años para tapar con él al chucho, quedándose sólo con una camiseta ajustada y amarillenta.

Cuando el mendigo iba a murmurar otra palabra cariñosa al oído del perro , este se levantó con fuerza y emergió del jersey. La ventisca empezó a soplar de nuevo y arrastró otro grupo de hojas calle abajo. Fue entonces cuando el mendigo pudo oír aquella voz amable que no parecía venir de ningún lado, pero que se escuchaba de forma clara:

- A la Tierra traje un alma desvalida para ver quien podía sacrificar una noche tan especial para cuidar de ella. Todos los que se la cruzaron le dieron la espalda, excusándose en que aquella noche no podían si no mirar por si mismos y disfrutar, aún sabiendo que si yo nací fue para que todos nos uniéramos como los hermanos de un sólo padre verdadero, que es Dios. El perro movía brutalmente la cola, de forma feliz, y todo, hambre y frío que pudo haber experimentado parecieron borrarse en un instante.

- Sólo tú- siguió la voz- que de todo careces, brindaste a esta criatura el cariño que necesitaba para seguir viva. El mendigo, abrumado contra la pared por el miedo, observó como empezaba a elevarse junto con el perro. Cerró vigorosamente los ojos, y cuando los abrió contempló aterrado la luz de las casas del pueblo, muy debajo de él. La niebla, a medida que subían fue oscureciéndolo todo. El perro seguía ladrando entretenido, y el que había sido su dueño esa noche parecía ya más tranquilo.

Y así se perdieron en la noche. A la mañana siguiente , nadie encontró al mendigo y a su perro. De poco importaba ya. Estos le habían mostrado al mundo como se celebra una verdadera Navidad.

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