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UN HOMBRE DE LETRAS

Carlos López Pérez

Lo que voy a relatar a continuación ocurrió en la Navidad de hace dos años. Acababa de ingresar a nuestro padre en un centro especializado para personas con demencia senil. El día veinticuatro de diciembre, por la mañana, le dejé en su nuevo hogar y después me dirigí a la librería de Felipe, amigo de la infancia, para comprar unos cuentos para mis sobrinos.

- Te recomiendo éstos, son de un autor americano y su narrativa es muy interesante para los niños.

Los envolvió para regalo, de uno en uno, con lazos de colores y una pegatina que decía "Feliz Navidad". Me dirigí a casa de mi hermana y entregué personalmente los libros a José, Miguel y María, quienes lo recibieron con mucha alegría. Tras darme un beso, fueron al cuarto del mayor a leer sus obsequios. Mientras mi hermana, mi cuñado y yo hablábamos de mi padre, unos gritos llamaron nuestra atención:

- ¡Tío, tío, estos cuentos no se pueden leer!

Vinieron corriendo y, efectivamente, las vocales habían desaparecido de las palabras y refugiado, amontonadas, en las últimas páginas. Aquello era inexplicable y decidí resolverlo antes de la hora de la cena. Volví a la tienda de mi amigo para reclamarle la entrega de unos libros en adecuadas condiciones. Al llegar, me esperaba sonriendo:

- ¿Te ha extrañado su lenguaje?

- ¿Lenguaje? ¡Es erróneo! Están mal impresos y venía a descambiarlos.

- Perdona buen amigo, su impresión es del todo correcta. Forma parte del conocimiento que desea trasmitir. Te voy a dejar una tarjeta de Juan Pérez, especialista en letras, a quien deberás visitar con los cuentos.

- ¿Bromeas?

- Fuera de aquí somos amigos; en mi establecimiento eres un buen cliente. Son unos libros experimentales y la visita a Juan Pérez es obligada para la lectura de los libros que has comprado.

Al volver a casa, relaté esta conversación a la familia de mi hermana. Los niños exclamaron a la vez:

- ¡Yo quiero ir con Juan Pérez! ¡Qué emocionante!

En la tarjeta había un móvil y, aunque sabía que no era el mejor momento, le llamé para establecer una cita:

- ¿Sí?

- ¿Juan Pérez?

- Al aparato.

- Estoooo, veráaaa…

- Tiene algún libro con problemas y quisiera una cita.

- ¡Pues sí!

- Pasado mañana a las diez. ¿Le viene bien?

- Allí estaré, bueno, estaremos.

Noche Buena y Navidad trascurrieron con entrañable alegría. Por un lado echaba de menos a mí padre, pero, por otro, recobramos la tranquilidad perdida con su falta de memoria y la necesidad de continuos cuidados. El día veintiséis, mis tres sobrinos y yo, con sus cuentos, estábamos en la oficina de Juan Pérez.

- Pues sí, cada vez hay más casos de éstos. No sabemos todavía por qué, pero las vocales extravían su orientación literaria, abandonan las palabras y se refugian en un rincón del libro.

- ¡No puede ser! Al fin y al cabo no se trata más que de impresión, de tintas que impregnan folios en blanco.

Afirmé. José, el mayor de mis sobrinos, replicó:

- ¡Pero tío! Tú mismo dices siempre que los cuentos son algo vivo, que nos enseñan a madurar y que debemos tratarlos con cariño.

- Sí, es verdad. Pero hablo de su contenido, no de su impresión.

Aquel extraño especialista me miró por encima de sus gafas y detalló el tratamiento:

- Para que las vocales regresen a sus palabras y poder leer los cuentos, en primer lugar hace falta un gran afecto a la Literatura y veo que usted y los niños la tienen. Después, dedicación y más dedicación: abrir los libros varios veces al día y tratar de leerlos, comprender lo que dicen sus palabras incompletas y, por absurdo que parezca, hablar con las vocales y hacerles recordar su pasado y presente, su necesidad para el hombre y sus compañeras, las consonantes, proclamar despacio sílabas de las primeras cartillas del colegio: pa, pa, pe, po, pu…

María interrumpió sobresaltada y nerviosa:

- ¡Como yo! ¡Aprender a leer! ¡Qué guay!

- Es una labor lenta y muchas veces les parecerá infructuosa, pero se debe ser constante, sin desanimarse, y al final dará sus frutos.

Abandoné su consulta escéptico, como si me hubieran tomado el pelo o hubiese escuchado una historia para niños. Sin embargo, mis sobrinos hablaban entre ellos de cómo se iban a repartir las tareas; Jorge llevaba las riendas:  

- Tú, María, les leerás la cartilla todas las noches; tú, Miguel, les recordarás la importancia de las vocales, que aparecen en tu libro de Lengua; y yo, yo hablaré con los cuentos al llegar de clase. ¡Ah, y los llevaremos al abuelo, que siempre tenía un libro en las manos!

Me despreocupé de aquello y dejé que los niños se encargaran de todo. Mi agitada vida profesional me impedía invertir tiempo en libros con problemas; bastantes aparecían ya en el día a día y precisaban de toda mi dedicación y empeño. Pasó un año y llegaron las siguientes Navidades. Un veinticinco de diciembre estábamos mi hermana, cuñado, sobrinos y yo visitando a mi padre. El médico nos dijo que no iba a peor y las enfermeras y cuidadores nos alababan su persona por la educación y simpatía que les demostraba. No solía coincidir con mi familia en las visitas y me llevé una sorpresa cuando José sacó el cuento que le había regalado hacía un año.

- Hola, abuelo. Tenías razón: es viceversa y no viciversa.

Miguel continuó:

- Ahora que me había aficionado a poner bien las vocales, resulta que ya se han colocado y se acaba el trabajo.

María, con algún diente menos, agarró las manos a su abuelo y le sonrió:

- Gracias, abuelito. ¡Nos has ayudado tanto!

Intrigado, pregunté:

- ¿Me he perdido algo?

Mi hermana me respondió:  

- Nada, vamos, un poco, que papá ha vuelto los cuentos a su normalidad.

Coloqué mi mirada en la cara de mi padre y contemplé aquellos ojos extraviados, el hilillo de saliva escapando de su boca y la expresión de tristeza de su semblante. Era imposible que hubiera colaborado en nada, y mucho menos en esa increíble aventura literaria. Le susurré en su oído izquierdo:

- ¿Es verdad? ¿Has ayudado a tus nietos?

Giró la cabeza, encogió los hombros y balbuceó:

- Un poco.

A continuación, me dirigí a mis sobrinos:

- ¿Cuál es el secreto?

José, como un hombrecito, me dijo:

- Juan Pérez tenía razón: había que dedicarles atención y cariño. Todos los días hablábamos con los cuentos, con las vocales, les leíamos la cartilla, les hemos llevado cada mes a la consulta del especialista, y sobre todo, el abuelito los cogía con sus manos todas las semanas, los leía una y otra vez, y nos hacía anotaciones en un folio. Sus instrucciones nos han sido de gran ayuda.

Hoy día mi padre vive conmigo. Le saqué de la residencia, he cambiado de trabajo y puedo cuidarle y al mismo tiempo, gracias a Internet, desarrollar mi vida profesional. He dado las gracias a mi amigo Felipe por aquellos libros, y Juan Pérez forma parte de mi agenda de personas a llamar y compartir mi tiempo libre: tengo mucho que aprender de él. Y mis sobrinos, que me han dado una cándida lección de amor, vienen a vernos todos los días y nos traen su alegría y forma diferente de ver la vida, que, al fin y al cabo, es la que llevo y disfruto yo ahora.

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