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CUENTO DE NAVIDAD

Pedro R. de Agüero

María, el ama de llaves de los Duques de la ciudad de Z, miraba a través del cristal de una de las ventanas del salón de la mansión. Siempre le gustó ver cómo caían los copos de nieve.

En realidad, todo el jardín estaba precioso. Era como si alguien hubiera cubierto con una sábana todo el edén de la gran mansión de los Duques de Z.

Y en esos momentos en los que María disfrutaba de la visión de la nieve hizo su entrada en el salón Pepa, la jefa de cocina de los señores Duques.

-Pero, María… ¿qué haces hay? Son algo más de las cuatro de la tarde y aún no tenemos pensado lo que vamos a preparar para la cena de Nochebuena. Vamos, vente para la cocina. Tengo allí reunido a todo el personal para que, cada uno, sepa lo que tiene que hacer esta noche.

Tomás, con sus manos enguantadas y su traje de librea, abrió la puerta del salón y entra en él. Es el mayordomo de los señores Duques y se dispone a encender la chimenea para que, esa noche durante la cena, el ambiente sea lo más cálido posible. Así se lo ha pedido la señora Duquesa, pues se espera que al banquete asista parte de la nobleza europea como los Duques de T, la Condesa viuda de V ó los Archiduques de X, del país búlgaro.

En ese momento alguien tocó el timbre de la puerta.

Tomás, como fiel mayordomo, se dirigió a la puerta y la abrió, no sin antes consultar por la mirilla. Un joven, de unos 14 ó 15 años con ojos azules y rubio, muy rubio, se dirigió a él:

-Buenas tardes, quisiera hablar con la señora de la casa. –dijo el joven.

-En estos momentos tendría que esperar unos minutos en el salón. Si es tan amable de acompañarme. –contestó Tomás, siempre tan correcto. ¿A quien debo anunciar? –preguntó

-Soy el Ángel del Señor.

-Perdón, no entiendo ¿cómo dice?

-Sí. Verá. Puede anunciarme como el Ángel del Señor.

Tomás, entonces, viró el entrecejo para darle a entender al joven que no entendía muy bien el alcance de aquella afirmación pero optó por darse la media vuelta y dirigirse a donde estaba la señora Duquesa para anunciarlo.

María acababa de ayudar a la señora Duquesa a cambiarse el vestido y cerró tras de sí la puerta del dormitorio de los señores Duques. Al darse la vuelta, se topó literalmente con Tomás.

-Tomás, por Dios, ¡qué susto me has dado!

-Lo siento, María. ¿Se encuentra la señora Duquesa en sus aposentos?

-Sí. Acabo de ayudarle a cambiarse el vestido. ¿Por qué? ¿Ocurre algo?

-Hay un joven que la espera en el salón. Es un poco raro. Dice que es un ángel del señor

-¿Un ángel del señor? ¿Qué señor, Tomás?

-No lo sé, María. Nunca lo he visto antes ni sé de quien será mayordomo. Me parece muy joven, pero… no sé, María.

-Bien, bien, Tomás. Ahora mismo lo anuncio a la señora.

-Está bien, María.

La señora Duquesa, tras unos breves instantes, entró, por fin, en el salón y se dirigió al joven que estaba estudiando con detenimiento uno de los cuadros que colgaban de las paredes.

-¿Señora Duquesa de Z? Tengo el honor de presentarme ante usted para ponerle en su conocimiento el recado que mi Señor me manda.

-Buenas tardes, joven. ¿Qué recado me envía su señor?

-Mi Señor me pide que le transmita un deseo pues Él va a mandar a su Hijo a esta casa y me pide que lo anuncie.

-¡Oh, pero eso es maravilloso! Esta noche es Nochebuena y me complacería enormemente compartir mi mesa con el hijo de su señor, pero… una cosa joven… ¿Quién es su señor? ¿Es más… quien es su hijo?

-Señora, mi Señor es Dios. Yo soy un Ángel de su Reino y me envía para anunciar la venida del Mesías y el Mesías, Señora, visitará esta noche su casa. Por eso, mi Señor me pide que se lo anuncie.

-¿Pero… cómo? El… ¿Hijo de Dios en mi casa?. ¿Qué he hecho yo, que hemos hecho mi marido y yo para que, el Hijo de Dios, venga a nuestra casa? ¿Acaso somos los elegidos por Dios como ejemplo para futuras generaciones?

-Señora, eso no se lo puedo contestar pues no lo sé. Solo se me ha encomendado un encargo y yo lo he cumplido. Ahora, si es tan amable, tengo que retirarme. Me queda aún mucho trabajo que hacer pues debo anunciar al resto del mundo la llegada del Mesías.

-Sí, sí, claro… claro… Gracias por avisarme joven. Le ruego presente a su Señor mi más sincero agradecimiento por enviarme a su Hijo.

Y la señora Duquesa, entonces, acompañó al joven hasta la puerta y éste se despidió dándole la paz. Cuando hubo cerrado la puerta, hizo sonar una campanilla para avisar a Tomás. Al cabo de un rato, Tomás hizo su aparición en el salón de la mansión de los señores Duques de la ciudad de Z.

-Tomás, el chico que ha venido antes me ha anunciado una visita. Digamos que esta visita es muy importante y, por ello, te pido que comuniques la cancelación de la cena de esta noche a todos los invitados, incluidos los Archiduques de Bulgaria. Puedes alegar un catarro del señor Duque o, incluso, mío. O puedes inventarte cualquier excusa creíble. Y también dile al resto del servicio que deseo reunirme con ellos en diez minutos en este mismo salón. ¿Queda claro Tomás?

-Por supuesto señora. Todo se hará según usted ha dicho.

Y así, diez minutos más tarde.

-Bien. Os he reunido en este salón porque debo comunicaros algo. La cena de esta noche se ha cancelado pero solo a efectos de los invitados que iban a acudir a ella, pero sigue en pie. Hace unos momentos ha estado aquí un Ángel del Señor, nuestro Dios, y me ha anunciado la visita del Mesías. Por tanto y como digo, la cena sigue en pie pero debe haber en ella lo mejor de nuestra cocina y nuestra bodega porque es el Mesías quien nos visita. Tú, María, debes colocar en la mesa la vajilla de plata y tú, Pepa, como jefa de cocina, prepara las mejores viandas de nuestra despensa. Puedes sacar perdiz, jabalí, marisco, el caviar, etc., así como los mejores caldos de la bodega. Algún Valdepeñas o Ribera del Duero, que son los mejores. Tomás tú te encargarás de estar pendiente de la puerta para cuando llegue el Mesías. ¡Ah, otra cosa! Poneos los mejores trajes que tengáis. No vaya a ser que el Hijo de Dios os ponga alguna falta.

Y, todos, uno tras de otro.

-Sí señora. Como mande la señora Duquesa.

La servidumbre, toda, hizo lo que su señora le encomendó y ella, la señora, avisó a su marido para que tuviera conocimiento de todo. Cuando salía del despacho del señor Duque, sonó el timbre de la puerta y, nerviosa, se dirigió a ver quien era el que llamaba. Fue ella misma quien abrió.

-Buenas tardes, señora. Como ve estoy embarazada y me faltan muy pocos días para dar a luz. No tengo trabajo ni marido que me gane de comer. Murió en un accidente laboral a los pocos días de conocer mi nuevo estado. ¿Podría ayudarme? No pido que me de limosna. Solo le pido que me de trabajo y luego usted misma me pague con arreglo al trabajo que haya desarrollado. Piense en el hijo que pronto nacerá de mi vientre. Nada tengo que ofrecerle. Si no encuentro pronto un trabajo, me veré en la necesidad de darlo en adopción o dejarlo dentro de algún contenedor y, créame, eso es lo peor que puede hacer una madre. Usted que tendrá hijos sabrá que por ellos se da o se hace cualquier cosa. Por favor, señora… ayúdeme.

Y la señora Duquesa, enfadada, respondió:

-¿Cómo trabajo? ¿Está usted loca? ¿Cree que este es día de venir a pedir trabajo? No tengo trabajo y menos para usted. Quite sus pies de mi alfombra que la va a manchar y márchese que estoy esperando una visita muy importante. ¡Qué horror!

Y la pobre señora embarazada, agachó la cabeza, roja de vergüenza, y se marchó por donde había venido. Y en ese momento, apareció Tomás.

-Tomás… ¿Dónde te habías metido? ¿Acaso no te dije antes que estuvieras pendiente de la puerta por si llamaba el Hijo de Dios?

-Lo siento señora, estaba ayudando a colocar la vajilla cuando escuché el timbre. He venido lo más rápido que he podido.

-Esa no es excusa. Tu cometido no es ese. El tuyo consiste en atender la puerta.

-Lo siento, señora, no volverá a ocurrir.

-Eso espero, Tomás. Eso espero. Y todo el mundo siguió con los preparativos. Cuando hubieron terminado y estaba todo colocado en su sitio, el personal se dispuso a esperar al Mesías, pero los minutos pasaban y allí no acudía nadie. Como eran ya casi las doce la noche y los señores Duques veían que no llegaba el Hijo de Dios, decidieron cenar ellos solos pues el resto de invitados habían sido avisados para anular la cita. Cenaron y sobre la una de la madrugada del ya recién estrenado 25 de diciembre alguien tocó el timbre. La señora miró a Tomás y esté entendió que debía ir a abrir. Así lo hizo y, al abrir, era el mismo chico rubio de la tarde anterior. Sin mediar palabra entre ellos, Tomás, con un gesto de la mano, lo hizo pasar al zaguán y fue a avisar a la señora Duquesa.

Cuando la señora llegó al vestíbulo increpó al joven de esta manera: -

¿Te parecerá bonito mentir, verdad? ¿No crees que, si realmente eres un enviado de Dios, está muy feo haber dicho una mentira?

El chico se defendió:

-Señora, yo no mentí. Le dije ayer tarde que el Mesías vendría a esta casa pero no le dije en qué forma lo haría. Y lo hizo en la persona de una mujer embarazada y pobre. Una señora que le pedía trabajo y usted no se lo dio. Usted, señora, y me va a permitir que se lo diga así, está ciega porque no ha sabido ver más allá del lujo en el que vive y Dios no quiere tanto boato. Solamente les pide que sean más humildes y compartan sus pertenencias con los demás. Pero en esta ocasión vengo a decirle, de parte de Dios Padre, que se prepare para el juicio final porque una vez allí deberá dar cuenta de su ceguera. Adiós, señora, feliz navidad y sea más humilde.

Y diciendo esto, el Ángel del Señor desapareció ante la mirada atónita de todos los presentes en la mansión de los Duques de Z. Amén.

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