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REGALO ESPECIAL

Diplodo

Se dice que la navidad es un tiempo de amor y magia, en el que el dar se convierte en el motivo central de toda el festejo. Los niños esperan ansiosos sus regalos y los padres no aguantan las ganas de recibir su aguinaldo o la caja con mercadería que los empleadores retratan con bellos dibujos de campanas con hojas de parra y uno que otro árbol de pascua que bordea las esquinas. La navidad es tiempo de vacaciones, despedidas y encuentros; llantos y alegrías; borrachas reflexiones y sobrios consejos acerca de la vida y su curso. La navidad tiene múltiples significados y las historias de su origen suelen variar según la ocasión y el lugar en el que se relaten, pero todas siempre hablan de alguien que entrega regalos, o incluso de quien los quita. Lo del pesebre, el nacimiento del niño y la estrella no interesa mucho a los niños pues es más un tema sociohistórico que sólo capta la atención de los corresponsales de prensa en Jerusalén y el medio oriente. Lo que interesa a los pequeños en la navidad son los regalos y quien se los trae.

        En algunos lugares del mundo se dice que es un duende bonachón que ama a los niños y por ello cada día de navidad recorre el mundo en una nube de algodón para entregarle preseas de amor a quienes él estima. Hay países nórdicos que hablan de una bruja que reparte obsequios; en otros se dice que una criatura de los bosques que bordean las altas montañas escoge el día de navidad para hacer buenas obras debido a que su naturaleza arisca y amargada le permite ser dulce una vez al año; pasado el día de navidad la criatura vuelve a su miserable estado misántropo. Y así hay cientos de historias y cada cual elige la que más le guste o le convenga. A muchos de nosotros, por ejemplo, se nos ha hablado de Santa Clauss, Papá Noel, o el viejito pascuero. Algunos dicen que es un invento de una famosa bebida pero yo creo que sí existe porque oí la historia acerca de alguien que lo vio. Pero, ¿saben?, luego de oír la historia, Papá Noel ya no me pareció tan bueno. ¿Por qué? Esta es la historia que me contó alguien, que la oyó de alguien… ¿De quién? No sé.

         Pedro a sus doce años había dejado de creer en las leyendas navideñas que sus padres solían contarle para que soñara y se sintiese feliz. Felicidad que al crecer se vuelve una insípida esperanza, un híspido refugio infantil en el que suelen aferrarse los adultos  cada vez que intentan excusar sus vidas. Las historias de renos voladores con chispitas mágicas rodeando sus pezuñas de ungulados no le llamaban la atención y hasta le deprimían. La navidad suele tener ese tenebroso cariz tan melancólico que la hace ser la peor de las fechas y que muchos adultos prefieren pasar con una borrachera. Pedro a veces se preguntaba el por qué sus padres, sus tíos y los progenitores de sus amigos y compañeros de colegio, solían embriagarse en una fecha en que el vomitivo color arco iris de la leyenda se mezclaba con el acre sabor a galletitas recién horneadas, pan de pascua con exceso de calorías y pasas, pesebres con animales que nunca han existido en el campo y adornos que se verían mejor en una discoteca que en un árbol artificial rodeado de ilusiones policromas en formas de lucecitas hipnotizantes.

        ¿Acaso no era eso demasiado hermoso como para desaprovecharlo en una borrachera?, se preguntaba Pedro. Miraba hacia fuera de la ventana y todo le parecía tan extraño, tan extensamente lejano: todas aquellas casas adornadas con cientos de luces formando figuras psicodélicas, todos esos tejados con un muñeco de Santa Clauss colgando o metiéndose por una falsa chimenea, se le hacía tan extranjero. Miraba el mapa y comprendía que estaba en Sudamérica: no había renos ni nieve para crear figuras que adornasen los frontis de los hogares; más bien hacía un calor espantoso que derretía cualquier ilusión. Era un ardor nostálgico que a Pedro le hacía recordar su más tierna infancia cuando una vez creyó ver a Papá Noel pero en realidad no era más que su tío Roberto disfrazado y entrando sin pena ni gloria por la puerta (en las casas de su villa no existían chimeneas). Todo ello ayudó a que el pequeño muy pronto dejara de creer en ese hombre de barriga abultada, sonrisa eterna, barba blanca como la nieve, botas militares y un trineo último modelo. Era un hombre que de haber cobrado por los derechos de salir en todos los spots publicitarios en los que se le inmiscuía, se habría hecho multimillonario. La navidad para Pedro era sólo una temporada más, igual a la temporada escolar, a la época de fin de año, a la temporada de fiestas patrias y a la época de telenovelas. Cada mes tiene su temporada.

         Afuera, en las calles ceñidas de luz y de un olor a asado canino, la gente se paseaba silenciosa sólo rompiendo su monotonía cuando un vecino más efusivo les saludaba dando el clásico “feliz navidad y próspero año nuevo”. Sin embargo, esas risas estaban cargadas de un halo nostálgico, una sucia impresión de masoquismo mental derivada de un martilleo incesante en las emociones más clandestinas. Era algo así como un sueño sin despertar, una pesadilla que duraría un día o quizás sólo una noche pero que había que controlar, esquivar, con un trago de vino o de esa cola de mono que ya antes de fin de año servía para animar los espíritus navideños en una libación al dios solar que un veinticinco de diciembre decidieron honrar los orgullosos romanos. Los mismos que ordenaron los códigos civiles, heredaron al mundo sus tradiciones.

        Los niños en las calles eran los más felices, corrían de un lado a otro y se entregaban a juegos que parecían sacados del manual de Belzebub; estaban dichosos esperando la noche buena para que a las cero horas, en navidad, en nocturno éxtasis de arrebatamiento onírico, pudiesen sentir la experiencia que año tras año los padres se la negaban: ver quién les traía los regalos. Los pequeños vez tras vez insistían porfiadamente en su obsesión y planeaban mañidas artimañas para poder escapar de sus habitaciones, en las que los padres les encerraban generalmente por una hora, para ver al ser que dedicaba su vida a crear sonrisas infantiles. Mientras los niños se angustiaban en su encierro estando despiertos, los padres se emborrachaban para sentir el éxtasis de la noche buena en cada rincón de sus anestesiadas y frágiles mentes. Los padres solían decir que en los países del hemisferio norte todo era muy distinto: Santa Clauss iba de chimenea en chimenea dejando regalos a los niños del mundo, utilizando como carruaje real su sacro trineo de renos; allá la nieve le daba sentido al traje rojo con líneas de moteado algodón y su “jo, jo, jo” formaba un arco iris con las estrellas más cercanas del firmamento. Sus duendecillos también le seguían y no era raro que cosquillearan en las pancitas de los pequeños, que si estaban durmiendo, despertaban con unas marcas que quedarían como cicatrices de amor.

        Pero en Sudamérica, decían los atribulados padres, todo era distinto: Santa Clauss si bien conservaba sus botas militares, tenía un aire un tanto diferente, como si la edad se le hubiese consumido en una demacrada lluvia de arrugas. Algunos amigos le dijeron a Pedro que en años anteriores habían alcanzado a ver la silueta de Santa Clauss pero algún tío borracho les increpaba para que volviesen a sus piezas. Era un acto de lesa desobediencia salir de las habitaciones mientras el hombre del saco y la magia, entrara en casa. Pero a sus doce años Pedro ya no creía en todo eso. Sólo recordaba que una vez, en medio del vocerío de sus familiares ebrios, estando él encerrado en su pieza, sintió unos chillidos como si un gato estuviera imitando a un cerdo desollado en el matadero o un pájaro rebanado en su gorguera. Esa vez se levantó de su cama y en vez de forzar la puerta, para ver si alguien la abría, se dirigió hacia la ventana de su cuarto. Afuera se veían las luces de las otras casas encendidas pero algunos adultos ebrios andaban bailoteando en los patios lanzándole piedras a sus propias ampolletas de neón. Algunos adultos se abrazaban entre sí nadando en un mar de locura y parecían llorar. Eran las lágrimas de la nostalgia por aquella infancia, más que perdida, olvidada. Pedro en esa ocasión sintió más chillidos recorrer la atmósfera y parecían provenir de distintos hogares. ¿Eran risas?, ¿eran llantos?, ¿eran felinos imitando cerdos o aves agonizantes? Pedro prefirió dormir. A la mañana siguiente descubrió a los pies del pequeño árbol navideño de artificioso polimero, al igual que todos los años, su hermoso regalo. Abrió el paquete y se encontró con la pistola lanza aguas que tanto había deseado. Sus padres se levantaron después de él, aún con un dolor de cabeza producido por la bacanal, y dieron una sonrisa gastada y absurda.

         ¿Qué haría Pedro en esta nueva navidad? Nada más que encerrarse en su pieza, dormir y esperar a abrir el regalo al día siguiente, como se acostumbraba hacer en su villa. Esa noche al igual que todos los años, los padres y tíos de Pedro se entregaron a su festejo, esta vez estaban más dichosos que otras veces y el chico reparó en ello pues no paraban de reír. El muchacho notó en que le habían dejado abierta la puerta de su habitación. Pero él a diferencia de los años anteriores ya no creía en esa leyenda del hombre rechoncho amante de los niños, no a sus doce años. Ya era todo un hombre. Los padres levantaban sus copas forradas en vino blanco aderezado con toronjas de naranjas en conserva, más una pizca de crema, y hablaban ebrios acerca de un futuro mejor. Uno de los tíos dijo:

         -El pequeño está grande y ha llegado el momento en que nuestras vidas cambien y todo se presente de una manera memorable y única… El mío aún tiene ocho años recién… Aún falta, aún falta…

         Los padres de Pedro sonrieron mostrando sus dientes que reflejaban el orgullo de quienes ya habían cumplido su cometido, su misión. Y llegó la medianoche, llegó navidad. Los padres y los tíos de Pedro descansaban en los dormitorios, en el baño y aferrados a los sillones; todos dormían placenteramente pues era parte del plan. De pronto, los chillidos volvieron a hacerse presentes trizando el silencio de la noche como si unas campanillas con su tañer rompieran la estrella del árbol artificial. Pedro miró las ventanas, estas temblaban y producían un sonido muy parecido a la falta de fe. De pronto se sintieron unos golpes inmundos en la puerta; su sonido era putrefacto y los oídos no podían tolerarlo por mucho tiempo. Pedro abrió la puerta más por una hipnotizante angustia que por una real curiosidad infantil. Entonces, en el umbral, aparecieron dos figuras recortadas por las sombras del cielo y teñidas de un lúgubre verde en sus rostros. Entraron al hogar del chico y este, antes de siquiera saludar, dio un grito. Los dos seres eran famélicos, sus carnes eran un demacrado conjunto de arrugas verdes ceñidas a los huesos. Iban desnudos a excepción de las botas que cubrían unos pies que nadaban en vino rojo. Vino, eso era lo que Pedro prefirió creer. Las dos criaturas tenían un rostro indescriptible, sólo sus narices, un mejunje de verrugas llenas de mucosa intestinal, podían dar a entender que esos seres tenían paz. Luego husmearon el aire, vomitando el azul del cielo y escupiendo las ilusiones infantiles. Una de las criaturas, luego de olisquear, preguntó al niño:

         -¿Tú eres Pedro, el niño de doce años que ya no cree en leyendas?

          El pequeño temblaba y la orina producida por su cerval terror se escurrió por su pijama extendiéndose luego al suelo como si una delgada capa de cera dulcificara este. Pedro lleno de inseguridad contestó:

         -Sí… Soy yo… Ya dejé de creer…pero puedo explicárselos…

         -No, no hay nada que explicar… Este es el momento que ha de llegarle a cualquiera que se precie de pertenecer al género humano… Tu falta de creencia nos indica que adoleces del sentido infantil que cuando crezcas volverá a ti en la forma del juego con el alcohol, las pastillas y el trabajo… Pero por ahora adoleces de él… Te has convertido en un adolescente mi querido Pedro… Ambos estamos tristes de que nuestros obsequios ya no te interesen…pero tenemos algo para ti…

          La otra criatura, que se distinguía de la que había acabado de hablar, por el hecho de que llevaba un gran ojo en su estómago, vomitó un pedacito de carbón rodeado de larvas que al punto se convertían en duendecillos moribundos. La criatura compañera tragaba cada uno de los duendecillos y luego se daba un gran beso con el ser del gran ojo: uno regurgitaba sobras de su alimento para que el otro disfrutase el perfecto alimento. El del gran ojo comenzó a tomar contornos rojizos como de criatura de las tinieblas y pronunció riendo:

         -Vamos, Pedro… ¿Quieres dejar de creer? ¿Quieres crecer? Cuando alguien deja de creer, es porque ha llegado el momento de crecer… Si devoras ese carboncito, significará que aceptarás el reto de crecer… Luego olvidarás todo lo concerniente con nosotros… Todo…

         -Y si no quiero…

          Las dos criaturas se miraron entre sí dando risas que alternaban con arcadas que botaban pequeños papilomas. La criatura del gran ojo contestó con sorna y mucha seguridad:

         -Si no comes el carbón, estarás renunciando a tu adolescencia y por tanto a tu vida en este mundo… Con gusto entonces pasarás a formar parte de nuestros pequeños amigos que en el inframundo estarán ardientemente dichosos por recibirte

         La criatura del gran ojo comenzó a mostrar en su sonrisa unos dientes largos y filudos comos los de un tigre y su mirada vetusta y roja parecía la de un marginado. El otro espectro arrugado comenzó a reír como una hiena y de a poco su grupa fue cayendo en una inclinación vertical hasta darle un aspecto siniestro y salvaje. Pedro tuvo temor y se comió el carbón tiñendo su boca y sus manos con un negro color sangre. Al instante cayó al suelo y se sumió en un sueño reparador. La criatura del gran ojo se sentó sobre el otro ser y ambos se deslizaron por un foso que se abrió en la tierra. Al caer se sintieron gritos, chillidos, llantos y sólo una risa estertórea y asquerosa. Luego el foso se cerró.

         A la mañana siguiente Pedro despertó en su cama. Se dio cuenta, con mucha vergüenza, que había tenido una emisión seminal por lo que manchó su pijama y su sábana. Para sí mismo dijo:

         -Vaya… Estoy creciendo

          Al lado del árbol de navidad ya desde muy temprano se había congregado toda la familia. Para cada uno de ellos habían regalos, menos para Pedro quien ya había recibido el suyo: la entrada a su nueva vida.

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